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Mobbing rural

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Desarrollo Rural

13 de marzo de 2012 Fuente: SModa

Por su interés reproducimos el artículo de Ana María Moix en el suplemento SModa de El País, publicado el pasado 25 de febrero.

El turismo rural ha ido en aumento en toda la geografía española y, poco a poco, se ha puesto de moda, sobre todo entre gentes que pertenecen a lo que, recurriendo a una terminología ya trasnochada, llamaríamos progresía y cuyas filas están engrosadas por profesionales de entre 40 y 50 años, padres de familia, que, pese a andar por la vida despojados de la marquetería ideológica de sus iguales de los años 60 y 70, siguen las sencillitas consignas de los credos de la época en que vivimos. Y uno de esos credos es la bondad intrínseca de la naturaleza y de cuantas actividades puedan ejercerse en su seno. Desde contemplar el paisaje a practicar el senderismo o el alpinismo, nobles actividades, sin duda, pero que, llevadas a cabo por meros aficionados de fin de semana, cuestan bastantes dineros a los contribuyentes debido al buen número de urbanitas que, llegado el weekend, se disfraza de avezado montañista, se interna por caminos salvajes nunca explorados o emprende la subida a montañas solo accesibles para especialistas y se pierden o se quedan colgados de un pico peligroso y la familia tiene que dar parte a las autoridades del lugar para que acudan a rescatarlos. Y es que el mundo de la naturaleza no es el centro de Madrid ni de Barcelona ni de Bilbao, y los habitantes de las ciudades hemos mutado notablemente respecto a nuestros abuelos, quienes, no hace más de medio siglo, aún estaban capacitados para alternar la vida de ciudad con la rural.

Una de las pruebas de dicha mutación es lo mal que la vida campestre les sienta a muchos de los que practican turismo rural. No lo reconocen, pero la vida del campo les destroza los nervios. Y un hecho aún más grave: mucho turista rural desquicia a los habitantes del lugar elegido para sus vacaciones debido al ahínco con que los llegados de la ciudad se afanan en cambiar sus costumbres o, al menos, en intentarlo. Así, el tu­rista rural (no todos, insisto) ha conseguido que el campanario de la iglesia de más de un pueblo deje de dar las horas argumentando que, de día, provoca contaminación acústica y, por la noche, les impide dormir. En otras aldeas los visitantes han protestado por el «ruido» de los cencerros del ganado y han pedido a sus ayuntamientos que los pastores les pongan sordinas. Y hay consistorios que intentan ser concesivos con el urbanita, pues no en vano se deja sus dineros en el lugar, pero hay exigencias, como la de las sordinas en los cencerros, que entran de lleno en lo que se ha dado en llamar mobbing rural. Ha habido, por ejemplo, protestas contra los gallos. ¡Contra el canto del gallo!

No es broma, hay turistas que han cursado protestas porque el gallo del lugar, ¡maleducada ­bestia!, les despierta al clarear el día. Y porque las vacas andan sueltas por las prados y huelen mal, es decir, a vaca, y también porque los perros andan sueltos. Aducen que salir a pasear por el campo es muy peligroso: se arriesgan a encontrarse con algún rebaño de ovejas, capita­neadas, como es lógico, por uno de estos perros sueltos que va a lo suyo, es decir, trabaja de perro pastor, vigilando sus reses, sin molestar a nadie, pero, ¡ay!, ¡va suelto!, ¡y sin bozal! ¿Cómo se puede permitir semejante amenaza?, ¿perros sueltos por el campo, por el mismo campo por el que pasean sus maravillosos hijitos?

 El veraneante rural llega de una ciudad en la que sí vive atormentado por un ruido infernal, pero, delicado que es, no puede soportar relojes de iglesia que den la hora, granjas pegadas al pueblo, animales que no son los de los dibujos animados ...

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