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Corresponsales de pueblo

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Desarrollo Rural

21 de enero de 2013 Fuente: Juan Antonio Cortés / Ideal de Almeria

Por su interés, reproducimos este artículo de Juan Antonio Cortés publicado en el Ideal de Almería.

Sus nombres no están unidos a excelsos titulares de portada. Ni siquiera anhelan ese instinto periodístico de supervivencia. Sus crónicas no son una extensión natural de la asfixiante agenda setting. En sus remansos de paz, lo mismo escriben secuencias de la aburrida vida política que  deslizan letras que hablan de cultura o, cámara al cuello, desafían al tiempo y a la familia para captar la imagen de una nevada en las altas sierras.

Los corresponsales son maestros. Y psicólogos. Y jueces de paz. Y enfermeros del SAS. Pero son, también y, sobre todo, periodistas. Han nacido a la prensa o a las ondas porque aman el oficio. A veces, idiotas complejos, no perciben las señales de vida que otros reconocen en ellos, desconocen el valor de su contribución a la causa del periodismo. Estos adalides de la información cercana, amigos del lector y del oyente de barrio, siguen descolgando el teléfono para cotejar un dato o contrastar una fuente, y se patean las calles en busca de oasis noticiosos en el no pocas veces yermo paisaje informativo de cualquiera de nuestros queridos pueblos.

Hay en esta jungla gente que, hasta hace poco, vivía del sueldo de una corresponsalía. Mínimo, salario base, por piezas o columnas, pero suficiente para seguir protegiendo cada día el valor de la libertad y el derecho a la información. La reducción de nóminas, la presión de los gabinetes de comunicación municipales y una mal entendida escala de prioridades empresariales han enterrado sus plumas y silenciado sus voces. Se han ido sin decir adiós, conscientes, en no pocos casos, de que su última crónica ya está escrita.

En la estirpe de corresponsales hay  locutores de la vieja radio que, cada mañana, abren las puertas de las emisoras y, con el ánimo del principiante, se imaginan recorriendo una redacción de reporteros y saludan a la audiencia con el reverencial respeto que se merecen los pocos o muchos que escuchan la FM lejana, la de los locos juglares. Me acuerdo hoy de Manolo, de Abrucena Radio, o de un tipo arrinconado en el Bajo Andarax, el genial Antonio Almécija. Ellos son esa otra radio necesaria, a la derecha del dial.

Me acuerdo hoy de un hombre bajo, honrado, dicharachero, perspicaz, puro nervio: Antonio Jiménez. Su pluma era por encargo. Lo suyo no era escribir. Sus locuciones, una atmósfera de sonidos inconexos. Lo suyo no era narrar. Era, vaya que sí, uno de los grandes profesionales de la información en el ámbito de la investigación. Extraño, friqui, atípico, sí, pero un digno, creíble y fiable contador de historias.

Mueren los corresponsales de pueblo y caen también los de las grandes urbes. Estos lobos solitarios desaparecen porque asistimos a un nuevo escenario: el mercado global de la información. La noticia es un producto, un insumo en una cadena de intereses que vende y compra en la subasta mayor. En esa subasta hay crónicas que no compiten, testimonios que no interesan, lugares que son pasado. Sus intangibles se apagan. Y, con ellos, el sentido de este artículo.

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