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La escuela rural o el último bastión de una comunidad viva

02/07/2018 Área: Formación y Empleo Fuente: ABC

  • Cerca de noventa centros unitarios sobreviven en Galicia. Conchita Pérez subraya la vinculación de las familias: «Si la escuela muere, muere la esencia de su núcleo de población».

Reportaje de Rocío Lizcano, publicado en ABC.

Los padres del Colegio Rural Agrupado (CRA) de Vilaboa (Pontevedra) se han organizado para adecentar este verano los muros de las escuelas unitarias -cinco- que operan bajo el paraguas administrativo del CRA. Las familias se han ofrecido a pintar, y el Ayuntamiento correrá con los gastos de material. «Podría hacerse en un colegio urbano, sí, pero la realidad es que no pasa», dice Conchita Pérez, directora del centro, ilustrando el sentimiento de «pertenencia» y el grado de vinculación de los vecinos con sus escuelas rurales. «Tenemos también una relación muy directa con el concello, y allí donde no llega la administración llegan las familias: el que es albañil y te hace un estanque o el que es carpintero y trae unas maderas para poner alrededor de nuestra huerta escolar», explica esta profesora de Infantil, con diez años de antigüedad en el CRA de Vilaboa.

La implicación de las comunidades en este tipo de centros, coinciden Javier Rivas y Jesús Prado -directores respectivamente de los CRA de Oroso y Carballo-, es intensa. «Los concellos, las familias, no quieren que sus escuelas cierren; son las escuelas de la parroquia. Muchos de los padres fueron alumnos, y la implicación continúa incluso cuando ya no tienen hijos escolarizados: siguen ofreciéndose porque entienden que si la escuela muere, muere también la esencia de su núcleo de población, y crece el riesgo de desaparición, de quedar reducidos a un espacio dormitorio», repasa Conchita. «Y con el tiempo ni eso», añade Javier Rivas, «porque la gente, sobre todo cuando hay niños, necesita vivir donde hay servicios». «La escuela es vida. Los cuartelillos de la Guardia Civil cerraron hace años, el bar ya no tiene clientes, a la iglesia van los domingos... ¿Qué queda? En una de nuestras unitarias nos visita cada día una mujer de 75 años que trabajó en ella como limpiadora cuando era joven. Dice que ver a los niños allí es lo que le da la vida», abunda Jesús Prado.

Los niños son futuro y la escuela, su síntoma más inmediato. Desde principios de los 90 Galicia ha perdido más de un 30% de alumnado. Más de 25 años de saldos vegetativos negativos lastran el reemplazo en los pupitres escolares, y junto al decrecimiento y el envejecimiento de la población opera la concentración en entornos urbanos y el abandono progresivo del rural. En Galicia, según un estudio publicado en la «Revista Galega do Ensino» por el profesor Ángel Segovia Largo, exdirector del CRA de Teo, hay ya una veintena de municipios que no tienen centro escolar. Y cada verano, en la imagen de un latido que se apaga, se repite el cierre de escuelas unitarias: 201 desde 2005.

Seis es el número mínimo de alumnos exigido desde 2009 por la administración educativa autonómica para garantizar la continuidad de las escuelas unitarias, aquellas en las que bajo la tutoría de un único docente se autoriza el agrupamiento de alumnos de distintas edades para asegurar una masa mínima. Desde el curso 1988-1989 muchas de ellas se hacen fuertes bajo la fórmula de CRAs, uno de esos ejemplos en los que el resultado de la suma multiplica la adición individual de las partes, no sólo a efectos de profesores especialistas compartidos, sino en la capacidad de realización de actividades. Las siete escuelas del CRA de Carballo (116 alumnos de Infantil y 1º y 2º de Primaria distribuidos en nueve aulas), ejemplifica Jesús Prado, organizan juntas su festival de Navidad y sus Magostos, o se desplazan al núcleo urbano en equipo un día de excursión para vender en la feria los productos de sus huertas. La colaboración entre los distintos CRA también es importante, y el grueso de sus docentes mantienen el contacto a través de la Asociación de Mestres dos Colexios Rurais Agrupados de Galicia (Amcraga).

Ninguna de las escuelas que dependen de las direcciones de Conchita Pérez, Javier Rivas o Jesús Prado corren peligro este año. Todas volverán a abrir sus puertas el próximo septiembre, pero la caída de alumnado está ahí. El CRA de Vilaboa, indica Pérez Núñez, cuenta en la actualidad con 83 alumnos de Infantil, repartidos en siete aulas en cinco escuelas. «Hace tres años éramos 105. Pero es que la caída de alumnado es generalizada, también en los entornos urbanos», sostiene.

Un modelo buscado

Y en ese escenario de declive, también hay hueco para la esperanza: «Llevamos cuatro años notando un cierto tipo de familias, muy vinculadas a un tipo de crianza, que buscan una escuela diferente, con pedagogías activas, grupos reducidos... personas que están evitando las ciudades, escapando de las ratios de 25 alumnos por aula y del cole grande y que prefieren hacer unos kilómetros más para que sus hijos estén en nuestros centros», expone Pérez Núñez. Las propias necesidades de conciliación, añade Javier Rivas, juegan también a veces a favor de la escuela rural; niños, señala, «que están viniendo a nuestras escuelas porque sus padres los dejan en casa de los abuelos en el rural cuando se marchan a trabajar y son esos abuelos los que los traen y los recogen en la escuela a diario».

La posibilidad de trabajar con clases más pequeñas, coinciden, es una de las principales fortalezas de las escuelas rurales. También, el trabajo en grupos mixtos, en los que los alumnos de distintas edades se complementan y aprenden entre iguales, según señala Conchita Pérez, que añade aún un tercer factor a favor de este modelo de enseñanza: la flexibilidad y la autonomía que estas estructuras reducidas aportan a la hora de implementar nuevas pedagogías o metodologías innovadoras sin la complejidad de alinear toda la maquinaria de un centro educativo de gran tamaño. «Nosotros somos laboratorio», afirma la directora del CRA de Vilaboa.

En una escuela rural, sin personal de apoyo, al profesor le toca ser fontanero, técnico informático, albañil o jardinero -«yo he aprendido a hacer casi de todo», dice Pérez-; la puerta del aula está abierta para las familias (con todo lo bueno y lo malo que eso conlleva) y los cambios de clase del profesorado especialista se hacen en coche -sumando kilómetros y transportando el material de centro a centro- pero, en su caso, no duda: «Ni de broma», dice, cambiaría su plaza por un centro urbano. Y es que la docencia rural tiene mucho de compromiso. «Somos los grandes desconocidos pero tengo la sensación de que el profesorado que viene a un CRA sabe de esa exigencia. Somos los últimos de una estirpe», resume Jesús Prado.

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