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'El mito del agro': tal vez es necesario aprovechar esta inquietud por la despoblación para dar fe, sin tremendismo ni almíbar, del último grito antes de la extinción

04/09/2018 Área: Instituciones Públicas Fuente: El Mundo

Hay dos errores extendidos entre los intelectuales que, desde la ciudad, se acercan al medio rural en España. Uno es exagerar las necesidades de sus habitantes hasta el punto de delinear un retrato funesto, tétrico, casi de abandono total. Un paisaje mortecino que, sin menoscabo del quejido de las comarcas de tierra adentro, no se corresponde con el bienestar que proporcionan las parameras del silencio. El otro error es exagerar lo contrario: el relato bucólico, la hipérbole pintoresca, la prosa noventayochista aferrada a la miopía de quien otea una colección de tópicos. La ilusión de vivir, según Pasolini en La larga carretera de arena (Gallo Nero), entre una "raza purísima, elegante, fuerte y dulce".

Encontrar el equilibrio a la hora de escarbar en la España donde habita el olvido -que, por cierto, es verso original de Bécquer y no de Cernuda- resulta tarea compleja. Varios ensayos de éxito han rescatado el éxodo rural y los políticos lo han incorporado de forma inane y superficial a su portafolio de ocasión. Patearse las siete leguas de las mesetas ayuda a no incurrir en la servidumbre de las generalizaciones. La realidad demográfica de nuestro país es poliédrica y, por tanto, exige soluciones a medida. No obstante, se hace difícil no abusar de los prejuicios después de tanto cebar el perfil estereotipado: un caserío en el altozano, un castillo sobre el alcor, unas callejas polvorientas, unos mozos que ya no están, un cura con sotana y un lavadero en extramuros. Hace tiempo que las aldeas que surcan las veredas de Castilla y Aragón dejaron de ser, en el decir de Unamuno, "un barbecho de casas tísicas" (Apuntes de un viaje por Francia, Italia y Suiza, Oportet Editores). Pero el mito del agro de los poetas latinos permanece inalterable. Ahí sigue, el muy cabrón. Macerando la fisonomía de collados y ribazos desde la indulgencia y el desconocimiento.

Tal vez por ello es necesario aprovechar esta ventolera de inquietud por la despoblación para dar fe, sin tremendismo ni almíbar, del último grito antes de la extinción. No es lo mismo aterrizar sobre las trochas del terruño desde la altivez de quien explora un continente por descubrir, ya sea con abarcas o sobre ruedas; que zambullirse en el paisanaje cual Azorín en las posadas finiseculares. El punto de observación cambia y, con ello, la proyección de la mirada. Por eso, más que repartir incienso en el atardecer de Macondo, quizá conviene ver los claros del vallejo sin esconder sus angosturas.

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